Enero 22. Guarda los mandamientos.

Mat. 19:17 “Él le dijo: ‘¿Por qué me llamas bueno? Ninguno hay bueno sino uno: Dios. Mas si quieres entrar en la vida, guarda~* los mandamientos.’”

El mundo y todas las religiones están convencidos de poder ser tan buenos como para ir al cielo. Pero todos enfrentaremos el rostro del Dios santo para recibir Su aceptación. Jesús dijo: no impidan venir “a los niños” “porque de los tales es el reino de los cielos” (19:14) y que es tan fácil entrar en el cielo que hasta un niño lo puede hacer.

Luego vino este joven rico y le preguntó, “Maestro bueno, ¿qué bien haré para tener la vida eterna?” (19:16). Jesús respondió duramente porque Él sabía lo que estaba en su mente y corazón. Le corrigió su punto de vista errado en cuanto a la deidad de Jesús y eliminó la esperanza humana de ser tan bueno como para ser aceptable: “Ninguno hay bueno sino uno”, refiriéndose a Dios. Hubo una pausa para ver si respondía diciendo: “Por eso te digo ‘bueno’ – Tú eres Dios en forma humana y yo no soy digno”. Pero no respondió eso.

Jesús le hizo una segunda prueba, “si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos”. Quería que admitiera su error y confesara sus pecados. Usó la ley para producir convicción de pecado y un sentido de indignidad desesperada en su corazón, pero el orgullo apagó la obra del Espíritu.

Cuando el joven preguntó, “¿Cuáles?” reveló su deseo de presumir de su propia justicia. Entonces Jesús citó cinco mandamientos concluyendo con, “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (19:19). Cegado por su ego, orgullo, importancia y autoengaño se jactó de haberlos siempre obedecido. Rehusó reconocer que es pecador. No lo admitiría nunca.

La primera señal de una persona perdida está en 1Juan 1:8, “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros”.

Finalmente intentó quebrar su orgullo diciéndole, “anda, vende lo que tienes y dalo a los pobres, luego ven y sígueme”. No estuvo dispuesto a vender sus posesiones, revelando así su codicia, y no quiso confesar, “Señor, veo cuán egoísta y codicioso he sido. Soy un pecador al ser evaluado por los mandamientos de la Palabra de Dios. ¿Hay alguna misericordia para un pecador como yo?” Eso debió preguntar.

Luego se fue triste, pero no con esa tristeza que lleva al arrepentimiento, sino con ese dolor de no querer ser quebrantado, que lleva al remordimiento egoísta y a la autocompasión. No hubo cambio. Su amor por el dinero y las posesiones revelaron su desobediencia al primero de los diez mandamientos (Ex.20:3,17).

“Señor, estoy agradecido que mi fracaso de ser bien ante tus ojos, no me excluye de tu amor. Tu gracia me asombra continuamente. Gracias, Jesús.”

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