1 Cor. 5:13 “Porque a los que están fuera, Dios juzgará. Quitad*~, pues, a ese perverso de entre vosotros.”
Siempre ha sido un desafío controlar la inmoralidad en la iglesia. La iglesia de Corinto estaba intentando cubrirla, negarla, o hacer que parezca insignificante.
En una carta personal anterior, Pablo les dijo “no os juntéis con los fornicarios” (5:9), y aclaró que no se refería a la “gente sexualmente inmoral o pecadora del mundo” porque debemos vivir en este mundo y debemos ganar a esos pecadores para Cristo (5:10).
Dice que no debemos tener una estrecha relación con quien “llamándose hermano, fuere fornicario, o avaro, o idólatra, o maldiciente (“calumniador, insultador o blasfemo”), o borracho, o ladrón (estafador); con el tal ni aun comáis” (5:11).
Los creyentes no deben ser perfectos, pero tienen que responder a la exhortación o corrección y arrepentirse cuando sean reprendidos por un hermano. La disciplina es solamente para aquellos que rehúsan reconocer su pecado.
Dios juzga a los de fuera de la iglesia y los miembros deben juzgar a los que “están dentro”, o que dicen ser seguidores de Cristo, cuando se desvían de los mandamientos de Dios de manera pública que podría hacer que otros caigan en desobediencia. Al no hacer nada, la iglesia comunica que el pecado abierto es insignificante para Dios y que es solo opcional obedecer los mandamientos.
El mandamiento es claro: “Quitad, pues, a ese perverso de entre vosotros.” El imperativo plural se refiere a una acción de toda la congregación. Nos ordena ser “irreprensibles y sencillos, hijos de Dios sin mancha” (Fil 2:15).
La regeneración en los creyentes rompe el poder del pecado, pero ellos pueden escoger pecar y desarrollar patrones de pecado, a menos que nos ayudemos unos a otros. Esta es la razón por la que hay tantos mandamientos y llamados a la obediencia, así como también el requerimiento de la disciplina en la iglesia.
Si se lo hace correctamente, en amor, la disciplina está diseñada para producir arrepentimiento y deseo de volver a congregarse con los hermanos. Cuando se arrepienten, debemos estar contentos y agradecidos y “perdonarlos y confortarlos” para que vuelvan a la congregación (2 Co 2:7).
“Gracias por la oportunidad de confesar mi pecado, abandonarlo y recibir completo perdón. Que siempre esté abierto a la exhortación de hermanos creyentes piadosos, y que tenga sabiduría para mantenerme lejos de quienes no aceptan la corrección.”