Santiago 1:21, “Por lo cual, desechando [participio aoristo] toda inmundicia y abundancia de malicia, recibid*~ con mansedumbre la palabra implantada, la cual puede salvar vuestras almas.”
Nuestra carne corrupta levanta sus horribles tentáculos en la vida de cada creyente. Santiago 1:21 escribe a los “amados hermanos” (1:19) que deben “urgentemente decidirse a desechar toda inmundicia y maldad”. De una vez y para siempre debemos decidir dejar de justificar nuestros comportamientos pecaminosos y “sacarlos como se saca una prenda de vestir”.
Pablo enseñó este mismo principio en Éfeso: “En cuanto a la pasada manera de vivir, despojaos del viejo hombre, que está viciado conforme a los deseos engañosos, y renovaos en el espíritu de vuestra mente” (Ef 4:22-23). Luego escribió a los cristianos Colosenses, “Pero ahora dejad también vosotros todas estas cosas: ira, enojo, malicia, blasfemia, palabras deshonestas de vuestra boca” (Col 3:8–10).
Debemos despojarnos de toda maldad o “suciedad”. La raíz de “suciedad” es la cera del oído que debe ser retirada para escuchar bien. La suciedad moral no permite escuchar ni entender la palabra de Dios y apaga nuestro interés en cambiar.
Debemos despojarnos, mucho antes de que se cristalice, de toda “maldad” (maldad moral, corrupción), compuesta de pecados planificados y deliberados que residen en el corazón, tales como fantasías lujuriosas o codiciosas.
Sea que se los llegue a realizar o no, igualmente producen daño a nuestro carácter y a nuestra motivación hacia Dios. Esta palabra “maldad” está modificada por “abundancia”, mostrando así nuestra “preferencia”. El creyente debe “despojarse de todo peso y del pecado que le asedia” (He 12:1).
Tenemos que “humildemente acoger el mensaje implantado dentro de nosotros”. El “mensaje” ya ha sido “implantado” como semilla en la “buena tierra” (Mt 13:8, 23) de nuestros corazones y mentes, el mismo momento de nuestra salvación; el tiempo aoristo implica que debemos decidir ahora y permanentemente “dar la bienvenida” a toda la Palabra en nuestras vidas, y no solo a las verdades en cuanto a la salvación.
La Palabra tiene el poder para “salvar sus almas” porque ella es la base de nuestra fe salvadora (Ro 10:17; Ef 2:8). Sus instrucciones nos salvarán del dominio del pecado y finalmente nos llevarán a la gloria. ¿Amas tú la Palabra?
“Señor, según como Tú piensas, todo lo que hacemos que no te honra, es “suciedad”. Ayúdame a entender completamente este concepto y a verdaderamente creerlo, para que yo quiera solamente lo que Tú quieres.”